MANUEL JABOIS
Actualizado: 24/11/2013 14:14 horas
En 1988 tres eximios
españoles recibieron una carta: la Reina, el presidente González y el alcalde
madrileño Juan Barranco. En ella se pedía cortésmente 1.000 pesetas
para pagarle una maqueta a un grupo de música. A cambio se le entregaba un
boleto que hacía de resguardo: "Disco de Extremoduro. Vale por un
ejemplar. Recibí". A la lista se le añadió a última hora el ministro
de Defensa, Narcís Serra, pues en aquellos días se supo que había pagado un
piano para el ministerio con dinero público. Sólo contestó la Reina. "La
Casa Real", decía la nota sellada por Zarzuela, "no es un hospicio
para músicos". El que estaba detrás de la nota era un tío que en aquel
trabajo firmaba cuatro himnos de siete: Decidí, La hoguera,
Extremaydura y Jesucristo García. Con las dos últimas la
banda debutó en TVE, pero el segundo tema fue censurado: Salo, el bajista
ataviado con tricornio, terminaba disparándole en la nuca al cantante, que con
melena y barbas iba vestido de túnica blanca y collar de perro haciendo las
veces de corona de espinas. "La Guardia Civil asesinando a Jesucristo, ahí
es nada", escribe Javier Menéndez-Flores, que ha publicado este año De
Profundis, la historia autorizada (Grijalbo), autopsia de Extremoduro, una
banda ni viva ni muerta, insólita en su permanente resurrección y pendiente de
la fragilidad poética del genio de la lámpara: Robe Iniesta.
Los españoles ilustres
se quedaron sin la primera copia de rock transgresivo, la etiqueta
que se hizo colgar Extremoduro desde el inicio acaso como pararrayos de carteles
en los que mover la lírica quebrada, rasposa y guitarrera de Robe. Peor para
ellos, que no pudieron asistir a uno de esos pequeños milagros que de vez en
cuando se dan en la música española: la irrupción de algo nuevo y verdadero,
hasta sucio y bellamente extraño, autentificado desde el inicio como si la
denominación de origen, más que un gigantesco Big-Bang entre Leño,
Barón Rojo, Manolo Chinato, Lole y Manuel, Platero y tú y Antonio Machado,
fuese un ejercicio natural de su creador, un movimiento de ópera dirigido a
arruinar imperios, empezando por el suyo. Todo muy detrás de la Movida, de la
que nada eran, dando pasos de formación tras la explosión de talento y los
pelos verdes; fue a hurtadillas, desde una Plasencia tan mutilada
sentimentalmente ("un sitio para gente mayor, un lugar desfasado, de
pensamiento retrógrado") que dice mucho el que se le reciba como a un dios
pródigo bajo sospecha del poder y amantísima estrella de sus vecinos.
El libro de
Menéndez-Flores es ideal para vísperas de Robe como las actuales, acuciadas por
la piratería, y desmonta el cancionario del grupo detectando aquí y allá
influencias, vástagos y padres. Pero hay un aspecto, el de la canción que
empieza "Soñar despierto con la luz de su sonrisa / soñé en hablarle de su
pelo y ser la brisa", que me parece fundamental. El tema se titula, como
no podía ser de otra forma, Hoy te la meto hasta las orejas. Y en
ese supuesto contraste, que no es más que una deliciosa continuación rítmica,
casi la vida abriéndose paso entre las flores, se adivina el mecano de
Extremoduro: la verdad. Dice Robe que las canciones tienen que llegar a él, que
tiene que vivirlas antes; que se muera su perro, que pase algo. A Extremoduro
te lo crees porque intuyes que todo eso no es más que la continuación radiada
de su biografía, la subversión casi apocalíptica de cantarlo todo sin atender a
protagonistas quisquillosos y pudores tremendistas de los que asaltan a los
escritores en su vejez, que de buena gana dejarían sus memorias a modo de
testimonio postmorten como ese programa de televisión en el que
resucitan un rato sin lugar a réplica.
La verdad pienso yo
que no debe estudiarse ni interpretarse, sólo asumirse. La verdad no necesita
de la mentira para serlo, pero una mentira siempre exige una verdad detrás: la
diferencia básica entre ambas es la dependencia de la mentira de la verdad, y la
independencia de la verdad de la mentira. Llevo dándole vueltas a esto desde el
discurso de Vargas Llosa el miércoles en EL MUNDO y su
referencia a la "verdad sospechosa", título de un artículo que había
leído hace poco en El País sobre Sendero Luminoso y Perú. Pero en EL MUNDO -sin
papeles, a pelo y con la hermosa cabeza intacta, en furiosa demostración de
Nobel- Vargas lo llevó a otro terreno, el periodístico: "La verdad y la
mentira tienen unas fronteras escurridizas y confusas, eso nos lleva muchas veces
a pensar en verdades sospechosas y en mentiras sospechosas, es decir, en
verdades que podrían ser mentiras y en mentiras que podrían ser verdades".
Esa difuminación voluntaria a veces, para desesperación de los lectores, la
pensaba horas después en casa escuchando a Extremoduro, y con la misma
asociación legítima que la banda hace del romanticismo y el sexo anal o
el lánguido paso del tiempo viendo crecer los pelos de los huevos en lugar de
la verdísima hierba, llevé el trasiego filosófico a las letras de las
canciones, a los mensajes a veces periféricos y otros viscerales que Robe, a
grito y en susurro, lleva haciéndome media vida con la misma voluntad malvada
con la que Bono se acerca a Patrick Bateman a decirle desde el escenario en
medio de un concierto: "Soy el diablo y soy exactamente igual que
tú".
El libro, material
inflamable para mitómanos, expone la teoría sin profundizar en ella. Pero todo
lo que canta Extremoduro es producto de una creencia arraigada
no sólo en lo que pasó sino en lo que va a pasar. Para eso hay que tener una
voz propia poderosa como la que tenía Umbral, al que le preguntaba Antonio
Lucas cómo hacía para vivir al mismo tiempo que tecleaba: "Había
un momento de la noche, antes de que empezasen a pasar cosas, que yo ya estaba
en casa escribiéndolas". Ni siquiera hacía falta que ocurriesen o que a
Robe Iniesta se le muriese un perro: era ya como si hubiese sucedido. Si no es
la biografía de Extremoduro es la de otro, pero el dardo siempre cae en la
diana. Dostoievski es verdad, Balzac es verdad. Federico García Lorca es
verdad. Valle (el Valle de Femeninas y Sonatas, el Valle de las Comedias
Bárbaras) es mentira ya desde la primera línea, pero una primera línea tan
bella que da igual no creérsela, porque uno se va entregando al veneno de la
forma hasta considerar ésta como una manera lógica de verdad; Valle decía que
las mentiras eran las otras verdades, por eso puso a Bradomín a excitarse con
una mujer vistiéndose.
Extremoduro es verdad porque lo
que cuenta soporta y desborda unfact cheking (nunca hay suficientes
camellos ni suficiente poesía en la calle, donde hacen acopio los listos) y Alejandro
Sanz es mentira porque no puede ser que en esta vida te estén partiendo el
corazón doscientas canciones y tengas seiscientos amores eternos, casi uno cada
semana, sin querer romperle la cabeza a alguien, entregarle tu corazón a un
buitre de Monfragüe o salir a meterte mil rayas, hablar con la gente y joder
qué guarrada sin ti. No puede ser, no es creíble. Como tampoco, francamente,
gritar "vuelo hasta una mancha en la pared / me vuelvo ajeno a todo / y me
sobran hasta mis propios pies" sin lamentar unas estrofas más allá
"la vida desperdiciada, tanta lefa para nada". O recitar unos versos
cursis sin que se te escape en algún momento "yo me pongo palote sólo con
que me toque"; y en fin, ser de un lugar y no cagarse en él (¡tantos con
el "amo a mi país" en la boca!); sin que revientes y digas, como
Robe, "cagó Dios en Cáceres y en Badajoz" en el Extremaydura que Lorenzo
Silva propone, como cualquier hombre de bien, de himno de la tierra, incluso
de manera institucional para que suene en las cumbres políticas cacereñas con
el alcalde en posición de firme.
Luego está la leyenda
magnética de Robe, sus felicidades privadas y aquel deambular suyo abriéndose
paso hasta llenar salas sin que la prensa -"verdad sospechosa"- les
hiciese caso, de ahí su carrera huidiza alejado de entrevistas, ermitaño de
titulares, permitiendo que sea el pasado que hable por él. Lino Portela en la Rolling
Stone lo captura en una entrevista con Mariskal Romero.
-¿Qué tal te tratan los extremeños?
-Son unos gilipollas.
-Habéis tocado en Galicia...
-Otros gilipollas.
Y así varias veces hasta que Mariskal le tiró el micrófono:
-Robe, tú sí que eres un gilipollas.
Menéndez-Flores recuerda
los séculos escuros, cuando no se sabía si se podría dar el
concierto hasta el último momento; con Robe olvidándose las letras de
las canciones o terminando desnudo, entregado como en la portada, más
recatada, de Yo, minoría absoluta. Los noventa fueron en
cierta manera el after de los ochenta, el lugar en el que
se fueron depositando los que no querían terminar aún y los que iban llegando
jóvenes y extraviados. Robe aprovechó la década para explotar con Agila,
que lo hizo famoso y desconfiado, pero nunca en doma. Al éxito comercial le
sucedió el potentísimo Canciones Prohibidas, que en el título
llevaba el pecado y nada de pose; seguían siendo el fascinante hombre del saco
para esos productores que temían que sus conciertos terminasen con la
policía deteniendo a Robe como a Jim Morrison. La primera visita del capo
de Dro, sin embargo, se saldó con sorpresa; el mítico público de Extremoduro ya
la estaba liando en la puerta y, cuando suponía que al entrar empezarían a
tirar sillas al escenario, se ordenaban de golpe ("ambiente
superfino") y seguían religiosamente a Robe medio desnudo y en faldas,
transmutado en deidad.
Viene esto a cuento
porque Extremoduro saca disco (Para todos los públicos), que fue pirateado por un mozo de almacén al
que hay que reprochar más que el pirateo el hecho de no ser fan y hacerlo por
dinero. El acto de piratear, con ser delito, es al fondo de todo un
acto de amor: una manera de decirle al artista que lo amas hasta delinquir
por él y empobrecerlo para compartir el secreto de su disco tan rápido como
Dominguín escapando de Ava. ¡Qué envidia las calles de Bogotá llenas de
manteros con copias de Memorias de mis putas tristes mientras
en España traficábamos con Operación Triunfo! Esa pasión absoluta se parece a
la de Chapman con Lennon, al que quería tanto que lo mató; así los piratas
con sus ídolos. Mientras, Extremoduro, aparcados en el norte, repican aquello
magnífico de Robe a Lorenzo Silva cuando de repente, tras abrirse paso con un
camino tan personal que se diría imposible haber durado dos meses, les llegó el
éxito con la misma prisa que el muchacho del butano: "Ahora quieren saber
de qué color meo o con qué mano me la meneo, y antes pasaban de mí, pero soy el
mismo. ¿Qué es lo que me ha pasado a mí con el éxito? Más bien que es lo que
les ha pasado a ellos, que son los que han cambiado".
Durante tres meses de
mi vida sólo escuché La ley innata, disco cumbre de la carrera que
se inauguró en Madrid en 1990 justo debajo de donde escribo (si rompo el suelo
y estiro la mano aún podría levantar al último melenas que queda por salir de
Jácara cuando Robe cantó "tú en tu casa / nosotros en la hoguera");
no me refiero a escuchar música, sino en general: ni al médico con sus
diagnósticos, que siempre son verdades sospechosas. Sólo hacía caso a Robe y
hasta me zambullía con él, a través de esa letra que denuncia el bloqueo mental
("como quieres que escriba una canción / si a tu lado no hay
reivindicación"), en las antiguas zapói, relatadas por Carrere
a propósito de su Limónov: curdas exageradas en el tiempo en las que subir a
trenes que no se sabe a dónde van, confiar los secretos más íntimos a
desconocidos casuales y olvidar, siempre, todo lo dicho y hecho a los tres
días, que es el plazo administrativo que da el Estado para resucitar. Menuda
vida se perdió la Reina por no gastar 40 duros.