martes, 27 de agosto de 2013

Para cuánto da una sopa


   

    Hacía frío ese día. Lucía había dejado preparada la noche anterior una sencilla sopa que calentó para la comida. Con calma colocó sobre el viejo baúl que usaba como mesa, los cubiertos, un vaso con agua y un trozo de pan; en el centro, el humeante plato con olores a cocina casera. Hacía cuatro años que Lucía vivía en aquella casa de dimensiones pequeñas, donde sofás, mesillas  y repisas se acercaban, se rozaban compartiendo formas y texturas. A veces cambiaba de lugar los muebles, intentaba encontrar espacios imposibles, paredes aprovechables, funcionales rincones de varios usos; sólo el baúl de madera oscura era inamovible, ocupaba el sitio perfecto. Se sentó frente a él y encendió entonces el televisor. Se arropó bajo su bata verde y sintió cómo el tejido aterciopelado acariciaba su cuerpo, luego frotó las palmas de sus manos buscando entrar en calor. Se dispuso a comer, descansando ya tras el trabajo. En la pantalla se sucedían desastres de terribles consecuencias y se acordaba de Constance, espiritual y filosófica, que por nada del mundo comía mientras veía noticias; salvaguardaba el alimento de energías dañinas y su ser entero de agudas dentelladas de mentira o de guerra, tsunamis devastadores, irreversibles. Constance había sido su amor durante diez años y Lucía tenía muchos días marcados por recuerdos junto a ella.

    Lucía miraba distraída el televisor; cuando algo llamaba en especial su atención, comentaba consigo misma cavilaciones y conjeturas sobre una forma particular de ver y de contar las cosas. Otras veces bajaba la vista y el volumen. Continuaba comiendo lentamente. No esperaba algo distinto: una rabiosa actualidad precedía la sección de moda, el gran regocijo en el fútbol y un abandono final del ser con el parte meteorológico. 
Le gustaba de forma particular la sección del tiempo con sus mapas de fondo y la mujer de melena grácil que la embelesaba; este espacio tenía el don de provocarle la absorción mental y el viaje astral. Cuando la mujer aparecía, Lucía fantaseaba, por proximidad no más, con el avance que pronosticaba buen clima para el cielo que la arropaba, incubando el deseo de ver soles perennes sobre la fría llanura que habitaba. Del extremo más alejado del mapa hasta el punto en que Lucía se encontraba, había un tramo extenso que la mujer del tiempo recorría tranquilamente, y un amplio vocabulario que embebía a Lucía; una atmósfera que abundaba en gestos, signos, señales, gráficos comparativos y numerosos hectopascales que la intrigaban. 
Lucía se quedaba siempre a medio camino. Iniciaba una andadura por aconteceres próximos y lejanos y se dejaba llevar; alzaba el vuelo hasta donde la llevaba cada pensamiento. Cuando amerizaba, la mujer del tiempo ya terminaba su intervención. Cada día le ocurría lo mismo. Volaba lejos sin lograr escuchar el pronóstico esperado.

    Sorbía la sopa mientras trataba de digerir el resto seccionado de un telediario que contaba de artefactos, desgracias, gases tóxicos, oleadas de protestas, porcentajes, mención decorosa al día internacional que se conmemoraba, estafas, estampas y hasta trajes de comunión. Ciclones, riadas, turbulencias, maremotos, planes de emergencia, leyes, trampas, juicios, suicidios, sentencias, suposiciones… y nada de publicidad evidente. Seguía acordándose de Constance y de su enfrentamiento a la vida desde la paz. El caldo le pareció de pronto amargo y creyó que el sabor vendría de la tristeza de las tragedias, de los llantos entre sinrazones, de la humillación, de la impotencia, de la derrota y del cansancio. 
La sopa se iba templando y en la pantalla del televisor apareció un atractivo fondo azul y un subtítulo a modo de resumen: «El Norte no siempre es el mismo Norte». Lucía, interesada, subió el volumen. La locutora del telediario, con chaqueta correcta, mirada gélida y voz intemporal, dijo:
    —A dos de las cuatro pistas del aeropuerto de Madrid Barajas se les ha cambiado el nombre y esto no es algo muy usual; la última vez que ocurrió fue hace veinte años. La modificación depende del cambio del norte magnético Y continuó— Aunque la brújula siempre indica dónde está el Norte, el Norte no siempre está en el mismo sitio, varía según el lugar del planeta donde estemos y depende también de los cambios en los flujos de la tierra y del paso del tiempo.

    ¡El Norte cambiaba! se asombró. ¡Ese punto crucial de referencia! Parecía ser un dato imperceptible, pero de gran importancia para el personal de aeronáutica en las pistas de aterrizaje, habían dicho.
    Lucía comenzó a reír a carcajadas. Le habría gustado estar en ese momento junto a sus alumnas de la clase de la mañana, donde ella había hablado de la percepción y de la relatividad de las cosas con un resultado nada previsto. Había decidido comenzar la exposición con argumentos sobre el yin y el yang mostrando cómo todo es relativo y nada es absoluto. Más tarde, para ilustrar el tema, recurrió a otro ejemplo. En la pizarra dibujó con trazos inexpertos un mapa. Mientras extendía con tiza las costas sinuosas, a su espalda se inició un murmullo que derivó en risas; frente a ella, en el extenso pizarrón, se mostraba una península apenas reconocible, un mar Mediterráneo semejante a un golfo caribeño y un estrecho que se clavaba en la costa del continente vecino como un arpón afilado.
    —¡¿Eso es Cádiz?! ¡Ha unido Ceuta con Gibraltar! —dijo una.
    —¡Te has comido el Levante! —exclamó otra.
    Lucía era incapaz de orientarse, confundía los puntos cardinales y el hecho de interpretar un plano se convertía en un terrible suceso donde todo perdía objetividad. Era un auténtico desastre en este sentido. ¿Por qué se había metido ella en un terreno tan inseguro? Recordó aquel viaje a Tenerife, en el que esperó la salida del sol desde la balconada del hotel que daba al oeste, ejemplo elocuente de su poca, casi nula, orientación espacial.
    Mientras, las alumnas continuaban con el jocoso debate, alborotadas con las similitudes y diferencias entre conceptos como «enfrente» y «delante», sin llegar a una conclusión satisfactoria. La ejemplar disertación sobre la relatividad de las cosas había dado lugar a múltiples divagaciones.

    Lucía seguía riendo, ahora más serenamente, frente al baúl, frente a su plato. Decidió que añadiría esta noticia en la próxima clase como final de un capítulo cargado de anécdotas. Recordó entonces aquelo que demostró Einstein, que es imposible hallar un sistema de referencia absoluto y que todo movimiento es relativo.
    Recuperó entre sus dedos la cuchara apartada y asintió con la cabeza en su propio pensamiento: «Todo cambia, hasta el Norte». Miró otra vez hacia delante y, para entonces, la mujer del tiempo ya estaba presente. Oyó que habría presencia de mar de fondo; un oleaje que se propagaba más allá de la zona donde se había generado, con olas de crestas suaves y rompientes en las costas. El viento presente en los litorales no tenía que ver con su origen, el causante era el viento que soplaba mar adentro.

    Lucía comenzó a sentir un olor característico a salitre, a pescado fresco. Sorbió otra cucharada de sopa y la encontró muy salada. Miró su plato y creyó estar soñando. El caldo se había teñido de azul marino, pequeñas olas crecían dibujando puntillas de espuma blanca, invadiendo, con la voluntad de las mareas, la oscura superficie del viejo baúl. Por la estrecha ventana un rayo de sol iluminaba cálidamente la habitación y a lo lejos, cada vez más cerca, se escuchaba el áspero graznar de las gaviotas grises.



Relato con el que participé para la edición del libro "Mare Imbrium, Mar de la Lluvia"
Taller de Escritura Creativa "Alicante Cultura 2013"

1 comentario:

Anónimo dijo...

Buscando el norte…yo también me quedé ,en mi primer viaje a una isla, en un balcón toda una noche esperando ver amanecer…había perdido el norte, tenía 14 años.
La relatividad de las cosas tiene tantas variables como sujetos…momentos…percepciones…es como un juego de variables matemáticas que da infinito.
Me ha encantado el relato.